Por: Eddie Zaletas. 

@Chancladeperro 

Hace un par de años, cuando conocí a la maestra Raquel Torres, cocinera y antropóloga veracruzana, la escuché decir la frase “dime qué comías de niño y te diré quién eres”, mientras impartía una charla en Acuyo, su cocina y taller. ¿Qué tan ciertas son estas palabras? ¿Realmente somos, aunque sea en parte, lo que comemos?

La comida es, indiscutiblemente, uno de los pretextos más deliciosos que ofrece la vida para descubrir quiénes somos. Cada bocado condensa la historia de un pueblo, el trajinar de las civilizaciones y, por supuesto, nuestros pequeños o grandes dramas personales. Las mejores historias de mi vida las he vivido alrededor de un plato. Y es que, a mi parecer, es en la mesa donde las verdades más profundas y las mentiras más piadosas se sirven con el mismo entusiasmo.

Imaginemos por un momento la cocina como un vasto escenario global, donde cada cultura aporta sus ingredientes, sazones y secretos. En este escenario, la comida no solo nutre, sino que narra, conecta y a veces, incluso, divide. La globalización, esa fuerza titánica que tanto nos acerca como nos enfrenta, ha transformado nuestras cocinas en pequeñas embajadas culturales donde se negocian identidades y memorias.

Cada comida es una narrativa, un acto de comunicación. Cuando cocinamos o comemos, estamos contando historias de nosotros mismos, nuestras familias, nuestras comunidades, nuestros amigos. La cocina es un lenguaje a través del cual expresamos nuestro amor, creatividad, raíces y, a veces, nuestras nostalgias.

Reflexionar sobre esto en un mundo que parece privilegiar lo efímero sobre lo duradero, es recordar que detrás de cada plato hay productos con el singular sabor de su terruño, manos que trabajaron, tradiciones que se respetaron o reinventaron y, sobre todo, personas que, al igual que los ingredientes, se mezclan y se transforman.

En Veracruz, donde el aroma de la selva y las montañas se entrelaza con el salitre del mar, la comida es testimonio vivo de la confluencia de culturas: indígena, española, francesa y africana. Aquí, un pescado se transforma en historias de aventuras, el mole reúne familias y la manteca y el cerdo crean pachangas. Nada es lo que parece; somos café, caña, maíz, tierra mojada y las historias de Don Carmelo. El paladar dulce de nuestros abuelos y la tradición de nuestros productos.

Quizá la gastronomía no solucione conflictos mundiales, pero en el acto de compartir la mesa, tal vez podamos encontrar un espacio para la tolerancia y la empatía, ingredientes que, aunque no aparezcan en ningún recetario, son esenciales para cocinar una mejor sociedad. En este banquete global, todos estamos invitados a saborear y a compartir, recordando siempre que, en cada plato, hay mucho más que comida: hay vida, hay mundo.

Tomemos, por ejemplo, el taco, ese humilde embajador de la mexicanidad. Ha viajado más que muchos de nosotros, adaptándose a los paladares y mercados de cada latitud. En Nueva York, Londres, Berlín o Tokio, el taco es a la vez exótico y familiar, extranjero y local, un producto que es nuestro y al mismo tiempo no pertenece completamente a ningún sitio. ¿No es acaso un reflejo de nosotros mismos en este mundo cada vez más interconectado?

En mi propia travesía culinaria, he observado cómo platos de diferentes orígenes se fusionan creando nuevos sabores que, aunque deliciosos, a veces nos dejan preguntándonos sobre la pureza y la autenticidad. Ahí reside el humor de nuestra época: en la búsqueda de autenticidad en fusiones cada vez más audaces que desdibujan las líneas de lo que consideramos tradicional. Pero más allá de la ironía que esto pueda suscitar, hay algo profundamente revelador en la forma en que la comida refleja nuestras luchas por la identidad y la pertenencia. En un plato de sushi californiano o en una pizza napolitana hecha en Buenos Aires, no solo degustamos ingredientes; saboreamos historias de migración, adaptación y transformación.