Por: P. Juan Antonio Torres, L.C.
En diversas ocasiones me ha sucedido algo semejante. Estaba platicando con un matrimonio de amigos que no había visto desde hace años. Muy contentos y alegres estuvimos intercambiando experiencias. Les pregunté por su hija mayor, Cristina, siempre tan simpática, chistosa y cristalina.
Ante mi pregunta, mis amigos bajaron la mirada y me comentaron con pena que ya estaba embarazada; a sus quince años, todavía sin casarse, ya estaba esperando un bebé, “padre, no sabemos lo que pasó”, dijeron con preocupación. “Le dimos la mejor educación, el mejor colegio, todo nuestro cariño, nunca le faltó nada”.
Situaciones de este tipo se presentan cada vez más a menudo, en los hogares donde se cree que les dieron todo. Si no es la hija, es el hijo que ha terminado en drogas o alcoholizado en los antros, o simplemente decide abandonar la casa.
Y entonces nos preguntamos: ¿Qué se hizo mal en el proceso de educación?, ¿en qué fallamos?, ¿por qué no nos dimos cuenta?
Situaciones que se multiplican
Los datos son alarmantes. En México cerca de siete millones de jóvenes, de la población de entre 12 y 29 años de edad, no trabajan ni estudian. Y las cifras van en aumento. De 100 niños que ingresan a la primaria, sólo 62 terminan la secundaria y sólo 25 la preparatoria, por lo que únicamente 13 terminan la universidad.
El suicidio en nuestra nación constituye la tercera causa de muerte entre los jóvenes de 19 y 25 años de edad, con un incremento del 33% en los últimos años.
La diferencia de valores suele ser uno de los principales detonadores de los conflictos matrimoniales.
Una de las principales causas en el abuso del alcohol, por parte de los hijos, es la actitud que toman los padres en el trato con ellos y la poca destreza en la transmisión de valores y amor.
Este tipo de situaciones levantan las alarmas de nuestra conciencia y nos preguntamos si podemos hacer algo para cambiar el rumbo.
Cuando no aclaramos lo que queremos, sucede lo que no queremos. Cuando tienen entre sus brazos a un nuevo retoño, todos los papás sueñan con el mejor de los futuros para su hijo. Pero el hecho de no aclarar con precisión ese futuro, les lleva a no poner por obra las acciones correctas.
Y entonces, sucede lo que sucede: que ese futuro nunca llega o resulta todo lo contrario a lo que habían soñado. Para lograr lo que queremos de nuestros hijos, primero hay que aclarar con precisión qué es lo que realmente queremos y luego, tomar las medidas para alcanzarlo.
Una de las raíces del problema en la educación se encuentra, precisamente, en la carencia de eficacia en la transmisión de los valores. Los papás constatan que no han recibido capacitación para la profesión más importante que desempeñan: la educación de los hijos.
Un comerciante, como cualquier otro profesionista, sabe que, para hacer crecer el negocio, necesita trazarse una meta y luego seguir un plan concreto para alcanzarla. Lo mismo debemos hacer para lograr el objetivo más importante de nuestra misión como educadores de los hijos: preguntarnos cómo queremos que nuestro hijo sea en el futuro. Y qué vamos hacer para lograrlo.